¿Por qué nos gusta la música?
Suena en nuestros auriculares cuando practicamos deporte, nos acompaña mientras conducimos y nos pone a bailar en las más diversas situaciones, pero ¿cuáles son los mecanismos por los que la música nos proporciona placer?
Esta es la pregunta la escritora italiana Silvia Bencivelle, periodista científica de profesión, se hizo un día, quizás mientras escuchaba cantar villancicos a un grupo de niños, y a la que ha tratado de dar respuesta en su ultimo libro.
Bencivelle, que trabaja en la televisión pública en su país, no ha encontrado una fácil y única respuesta al hecho evidente de que los seres humanos tenemos un cerebro musical, capaz no sólo de disfrutar de las notas, sino también de generar obras maravillosas y distintas a lo largo de siglos de historia.
Con un lenguaje claro, y en ocasiones incluso divertido, la autora busca los orígenes de nuestra musicalidad más allá de nuestra especie, pues recuerda el canto armonioso de muchas aves e incluso que los monos son capaces de distinguir las octavas en la escala diatónica, que es la que se usa normalmente en Occidente. Otros experimentos han demostrado que determinadas músicas (como Vivaldi) tranquilizan a los animales, mientras que también las hay (Metallica, por ejemplo) que los alteran totalmente.
En este recorrido por la atracción por la música, Bencivelli recuerda que ya Darwin pensaba que nuestros antepasados utilizaban la música para el cortejo, algo que aún no se sabe con certeza. También hay investigadores que atribuyen su atracción, al arrullo que las madres hacen a sus bebés para tranquilizarles, que podría existir desde los inicios de la especie humana.
Hasta ahora, la prueba más antigua de un objeto musical es la flauta hecha con un hueso de animal en los montes de Suabia, datada hace unos 37.000 años, un momento en el que los neandertales convivían con los 'Homo sapiens' en Europa.
Sin embargo, para hacer ritmos y música, como bien apunta Bencivelli, no se precisan instrumentos. Basta la voz y las palmas, basta golpear el suelo con los pies o entrechocar dos piedras, o dos palos, para que al final pueda repetirse un ritmo que se va metiendo en ese cerebro musical. En otras palabras, su origen podría ser mucho más antiguo.
El hecho de que ese ritmo atraiga tanto puede deberse, como indican algunos estudios, a que éste fue el paso previo a la aparición de un lenguaje hablado; o porque, como defendía Darwin, facilitaba la selección sexual; o quizás porque favorecía la cohesión social de los grupos.
La ciencia también se ha demostrado que las notas musicales son el vehículo en el que viajan las emociones, algo que se repite en todas las culturas y en las formas más diversas.
Con todo, Bencivelli reconoce que la razón última de por qué nos da tanto placer inmediato, aún es un misterio pendiente de descubrir, si bien el acercamiento de su ensayo, en el que tienen cabida infinidad de enfoques científicos, ofrece unas interesantes pistas que ayudan a conocernos un poco mejor.
Su capacidad para inducir emociones ha sido utilizada desde los inicios del cine sonoro y, seamos conscientes o no, suena durante muchas de nuestras actividades cotidianas. La italiana Silvia Bencivelli repasa en Por qué nos gusta la música los últimos estudios científicos en torno a nuestros gustos musicales.
Para intentar discernir su procedencia, es necesario analizar la dualidad entre los conceptos de consonancia y disonancia, que tradicionalmente han enfrentado a músicos y científicos. El primero hace referencia a los intervalos sonoros que nos resultan más placenteros, mientras que el segundo describe aquellos que nos producen una sensación desagradable.
Usando electrodos intracraneales, un grupo de científicos estadounidense confirmó una respuesta diferente, tanto en monos como en humanos, cuando se les expone a una u otra clase de intervalo. Esto podría significar que la consonancia es una cuestión objetiva, relacionada con la estructura de nuestro aparato auditivo.
Solo en una segunda etapa, la educación musical y las experiencias vitales influirían en la capacidad para apreciar ciertas combinaciones, condicionando nuestras elecciones musicales al estado de ánimo del oyente o del momento del día.
En este sentido, un estudio realizado en 2003 por Adrian North concluyó que los clientes de un restaurante de lujo eligen los platos más caros del menú si en la sala suena música clásica.
Antes, su grupo de trabajo había calculado que quien entra en una bodega donde suena música de Mozart gasta aproximadamente un 250 % más. A este mecanismo se le definió como "efecto Château Lafite", en honor a uno de los vinos más caros del mundo.
Por su parte, la doctora Sandra Trehub ha comprobado en sus investigaciones que, a diferencia de los adultos, los niños tienen la misma sensibilidad para cualquier género, sintiéndose cómodos en cualquier ambiente musical en el que se críen. La cultura, la educación y la exposición a cierta clase de sonidos serán las que determinen nuestros gustos en la edad adulta.
Esta progresiva adaptación de nuestro oído da lugar a situaciones grotescas. Por ejemplo, cuando en la década de los sesenta se pusieron de moda las composiciones indias, la mayor parte del público europeo no comprendía realmente lo que estaba escuchando. Cuentan que, en el primer concierto de Bangladesh organizado por George Harrison, los asistentes comenzaron a aplaudir cuando el citarista Ravi Shankar se limitaba a afinar su instrumento.
Mientras, el musicólogo estadounidense Alisun Pawley y el alemán Daniel Müllensiefen presentaron en octubre de 2011 los que, según demostraron sus experimentos, son los diez temas más pegadizos de la historia. We are the champions, de los legendarios Queen, obtiene el primer puesto en un listado que comparten con Y.M.C.A., de The Village People, y Fat lip, obra de los canadienses Sum 41.
Pero no todo el mundo se emociona al escuchar al inimitable Freddie Mercury ni disfruta con los últimos éxitos que ponen en la radio. Como explica Bencivelli, el 5 % de la población padece amusia, un trastorno sin graves consecuencias para la vida diaria, pero que impide a sus afectados sentir la música como algo diferente a una serie de sonidos yuxtapuestos.
Se ha descubierto que la experiencia placentera de escuchar música que nos gusta, libera dopamina, un neurotransmisor importante en placeres más tangibles asociados a cosas tales como la comida, las drogas y el sexo.
Este hallazgo, realizado en un nuevo estudio por expertos del Instituto y Hospital Neurológico de Montreal, en la Universidad McGill. El estudio pone de manifiesto que incluso la anticipación de una música que nos guste, induce la liberación de dopamina.
Se sabe que la dopamina desempeña un papel fundamental en el establecimiento y el mantenimiento de conductas que son biológicamente necesarias.
El equipo de investigación midió la liberación de dopamina como respuesta ante la música, así como los cambios en la conductancia de la piel, la frecuencia cardiaca, la respiración y la temperatura, en correlación con el nivel de placer producido por la música. Y ha comprobado que la liberación de dopamina es mayor ante la música placentera que ante la neutral, y que los niveles de liberación de ese neurotransmisor están en correlación con el grado de excitación emocional y de placer.
Los resultados obtenidos en la nueva investigación proporcionan pruebas neuroquímicas de que en las respuestas emocionales intensas ante la música interviene una parte muy antigua del cerebro, la del circuito de recompensa, tal como señala el Dr. Robert Zatorre del instituto y hospital ya mencionados. "Hasta donde sabemos, ésta es la primera demostración de que una recompensa tan abstracta como la música puede llevar a la liberación de dopamina. Las recompensas abstractas son en gran parte de naturaleza cognitiva, y este estudio allana el camino para el trabajo futuro de examinar recompensas no tangibles que los seres humanos consideramos gratificantes por razones complejas".
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