Durante el todo el siglo XIX, el ballet gozó de gran aceptación. En Francia, país que contaba con una riquísima tradición desde la época de Luis XIV, se habían asentado los principios fundamentales de la danza, desde las cinco posiciones de los pies, hasta los más complicados arabescos y cabriolas. El ballet de ópera conoció en este país una gran brillantez, hasta el punto de que no se concebía una velada de ópera sin sus correspondientes números de ballet. Rossini, Verdi y el propio Wagner, agregaron escenas de ballet a las versiones parisinas de sus óperas. Naturalmente, pronto fue cultivado el ballet por los compositores como un género independiente. Las obras de Léo Delibes, Coppelia y Sylvia, intensamente admiradas por Tchaikovsky, señalan su momento de mayor esplendor, plasmado con gran viveza en las
pinturas de Degas.
Una de las principales características del ballet romántico es su capacidad para compaginar la expresividad con la armonía plástica de las actitudes, lo académico de la danza con lo expresivo de la música. Los iniciadores de dicho estilo habían sido dos bailarines napolitanos, Salvatore Vignano, autor de la coreografía de Las Criaturas de Prometeo de Beethoven, y Carlo Blasis, en cuyo tratado de danza tiene su origen, entre otros, el elemento más representativo del ballet romántico: la danza de puntas de la bailarina, que desde entonces aparece ingrávida y etérea en sus gasas blancas. Durante los años que Carlo Blasis pasó en Rusia como director de la Academia Imperial de Danza, el arte del ballet comienza a elevarse en este país al nivel en cuya insuperable altura se le conocerá más tarde.
Las grandes figuras de este estilo fueron María Taglioni, que dejó una profunda huella en San Petersburgo, tras haber actuado en más de doscientas representaciones; Fanny Elssler, introductora del españolismo pintoresco en el arte de la danza; y Carlota Grisi, para quien Théophile Gautier escribió el argumento de Giselle en 1841, con música de Adolphe Adam. Es propio también del ballet romántico el hecho de que sus primeras figuras sean siempre femeninas, pues en él los bailarines varones ven su papel reducido al de mero soporte de la bailarina solista en sus evoluciones y elevaciones y suelen desaparecer por el foro apenas cumplen su modesta función.
Los bailarines europeos eran invitados con frecuencia a actuar en la corte de los zares y recibidos con gran favor. La occidentalización de Rusia, en gran parte limitada a las clases altas, había tenido precisamente entre sus hitos la fundación en San Petersburgo de la Escuela Imperial de Danza, por el francés Landé. A ésta fue llamado Marius Petipa, en época del zar Alejandro II, a fin de hacerse cargo de las coreografías de los ballets de Minkus, y especialmente de su Don Quijote, ya que Petipa era especialista en danza española, que había aprendido durante una estancia en Sanlúcar de Barrameda.
Los trabajos de Petipa en la escuela zarista fueron inmensos y se prolongaron durante sesenta años. Su mejor fruto fueron las coreografías que realizó para los ballets de Tchaikovsky, El Lago de los Cisnes, La Bella Durmiente y Cascanueces.
Con Tchaikovsky, la música del ballet romántico, hasta entonces bastante insustancial y poco más que un pretexto para la danza, alcanzó una calidad inusitada, tanto en su desarrollo sinfónico, como en su colorido orquestal y su variedad rítmica. La interrelación entre el elemento eslavo, esencial en su obra, y el espíritu musical francés que conscientemente deseaba imitar, dio como resultado una obra original, en la que se combinan lo refinadamente sofisticado y lo intensamente emocional. Son especialmente populares sus números en ritmo de vals, danza burguesa tan apreciada y favorecida por los compositores románticos como el aristocrático minué lo había sido de los clásicos; pero podrían citarse también entre las mejores páginas de estos ballets ejemplos de ritmos muy complicados y atrevidos, que cautivaron y sirvieron de
modelo al propio Stravinsky, como la escena de la batalla con los ratones en Cascanueces.
Siguiendo la moda de entonces, el argumento de los tres ballets proviene de algún cuento popular infantil, lo que facilita la comprensión de los diferentes episodios.
Su estructura consta siempre de una serie de escenas en pantomima, llamadas pas d’action, que ligan entre sí los movimientos de danza propiamente dichos. Estos, por su parte, van desde el pas de deux, en el que bailan una mujer y un hombre, al adagio de la bailarina sostenida por su partenaire, después del cual vienen las dos variaciones, una para ella y otra para él, a fin de dar entrada a piruetas y entrechats, y finalmente una coda en la que ambos bailarines bailan a la par, precipitando el movimiento en vueltas rápidas. También son de rigor las intervenciones del corps de ballet, de cuya masa disciplinada surgen ocasionalmente los virtuosismos de algunos solistas. Todo ello quedó consagrado como una fórmula que, a medida que el espíritu romántico comenzara a declinar, necesitaría renovarse; y así lo hará con los ballets de Diaghilev.
Los Ballets Rusos de Diaghilev
El debut de la Compañía de Ballets Rusos de Sergei Diaghilev tuvo lugar en París en 1909. No podría decirse si el suceso fue más importante para el arte ruso o para el mundo del arte europeo. La sensación causada por los Ballets Rusos conmovió a Europa entera y dominó el panorama cultural de Occidente por espacio de veinte años.
En el origen de este éxito estaba el talento de Diaghilev y su certero criterio para discernir el genio de los artistas noveles que conoció. El encargó al todavía desconocido Stravinsky la partitura de El Pájaro de Fuego, que fue estrenado con coreografía de Fokin y decorados de León Bakst, actuando Tamara Karsavina en el papel principal. Con esta obra, de gran audacia rítmica, en cuya brillante orquestación se perciben claramente los rasgos heredados de Rimski-Korsakov, se inaugura el ballet moderno.
El siguiente ballet que Stravinsky compuso para Diaghilev, Petrushka, es una obra maestra en la que se introducen técnicas tan novedosas como la polirritmia o la bitonalidad, y en la que se consuma el alejamiento espiritual del universo romántico. La caracterización que Nijinski hizo de Petrushka, el muñeco de feria, patéticamente enamorado, a medio camino entre Pierrot y un artilugio mecánico, le situaba también en los antípodas del ideal romántico.
En 1912, otro gran éxito de la compañía de Diaghilev fue la versión danzada del Preludio a la Siesta de un Fauno, de Debussy, con una coreografía de Nijinski, interpretada por él mismo, que se inspiraba en los frisos escultóricos del arte griego arcaico.
Preludio a la Siesta de un Fauno
En la primavera de 1913 se presentó en el Teatro de los Campos Elíseos, con coreografía de Nijinski, el tercero y más espectacular de los ballets que Stravinsky escribiera para Diaghilev: La Consagración de la Primavera. La noche del estreno fue uno de los mayores escándalos de la historia musical moderna; la revolucionaria partitura desencadenó un enorme disturbio. La gente gritaba, se abofeteaba y clamaba contra aquella tentativa de destruir la música como arte. Sin embargo, un año después, la versión de concierto fue acogida con entusiasmo como una de las obras maestras de la nueva música. La clave del arte de Stravinsky es el ritmo, un ritmo elástico, tenso, con constantes cambios de compás e intrincados procesos
de síncopa. No sorprende que sus mayores éxitos los obtuviera precisamente en el campo del ballet.
La Guerra de 1914 alteró considerablemente la fisonomía de Europa, alcanzando también a sus manifestaciones artísticas. La dificultad para reunir grandes plantillas de danzarines y músicos impuso un tipo breve de ballets, conciso, de dimensiones reducidas pero de intensa concentración espiritual. Los decorados diseñados por Picasso y las coreografías de Massine, basadas en episodios españoles o italianos, dominan esta nueva época de la compañía rusa.
Los últimos ballets que Stravinsky compuso para Diaghilev fueron Polichinela, sobre temas de Pergolesi, y Apolo Musagetes. El estilo de ambos se encuadra en la fase neoclásica del compositor.
Polichinela
Entre los más señalados triunfos de estos años figura el de El Sombrero de Tres Picos, de Manuel de Falla, con decorados de Picasso y coreografía de Massine, quien para conocer mejor la danza española, trasladó la compañía a Sevilla y frecuentó el trato con los “bailaores” Realito y el Cartagenero. Pocos años antes, Falla había estrenado una versión revisada de El Amor Brujo, obra de ambiente gitano, con escenas de cante y baile, escrita originalmente para la artista gitana Pastora Imperio. Cuando Diaghilev le propuso escenificar sus Noches en los Jardines de España como un ballet, Falla respondió con una contraoferta: la posibilidad de un ballet sobre el relato de Pedro Antonio de Alarcón, El Sombrero de tres Picos. Esta obra, que utiliza temas folklóricos de distintas regiones españolas y una rica y luminosa orquestación, fue
estrenada en el Teatro Alhambra de Londres en 1919 y aclamada como una obra maestra del arte escénico.
Otra interesante coreografía de Massine, estrenada en plena guerra en París, fue Parade, sobre un argumento de Jean Cocteau y música de Eric Satie. El decorado y los figurines fueron una vez más de Pablo Picasso y el resultado, más que realmente un ballet, vino a ser, como se dijo, una especie de cuadro cubista en movimiento.
En realidad, al terminar la guerra, los ballets de Diaghilev eran más parisinos que rusos y, casi totalmente desvinculados ya de su procedencia oriental, se habían convertido en un arte europeo de trascendencia universal. Así permanecieron hasta la muerte de Diaghilev, acaecida en Venecia en 1929.
El Sombrero de Tres Picos
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