Durante los primeros períodos románticos, hasta mediados del siglo XIX, la orquesta romántica se mantiene dentro de los límites fijados por Beethoven, que había ampliado la sección de viento metal, duplicando el número de trompas y consolidando la presencia de tres trombones.
El desarrollo posterior de la orquesta, que desembocó en las gigantescas formaciones que subsistieron en Europa hasta la Primera Guerra Mundial, hay que buscarlo, por un lado, en el valor creciente dado a la riqueza y variedad de los timbres orquestales, a su colorido, su poder de sugestión y evocación de todo tipo de efectos deslumbrantes y “mágicos”. El “Tratado de Orquestación” de Berlioz es una buena muestra de este nuevo gusto que equipara la paleta orquestal del compositor romántico al exuberante sentido del color en una pintura de Delacroix.
Por otro lado, tuvo aún mayor influencia en el crecimiento desmesurado de la orquesta la ambiciosa concepción del drama musical wagneriano, cuya orquesta, destinada a desempeñar un papel similar al del antiguo coro griego, introdujo nuevos instrumentos (a veces, especialmente diseñados por el compositor, como la tuba wagneriana) y multiplicó enormemente su número, como en el caso de las seis arpas empleadas en la escena del Fuego Mágico.
Excepto en el caso de Brahms, que se mantuvo siempre fiel a la orquestación beethoveniana, los compositores del romanticismo tardío se adhirieron a la concepción wagneriana, “macrocósmica”, de la orquesta y así fue como hizo su entrada en el siglo XX con el estilo post-romántico de Mahler y Richard Strauss.
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